Por Verónica Valeria De Dios Mendoza
Nos dijeron equivocadamente que la puta es la peor mujer del mundo, y que por ende ser «una o un hijo de puta» constituye una ofensa, tal como si quienes voluntariamente prestan servicios sexuales fuesen seres totalmente carentes de valor, situadas jerárquicamente por debajo de aquellas que el sistema malamente llama «las políticamente correctas».
Lo mismo no puede decirse del hombre que goza abierta y libremente de la opción de una sexualidad promiscua. Los hombres tienen pues el privilegio de no ser juzgados arduamente y la oportunidad de prosperar en sociedad aún si su sexualidad no es pasiva. Pero el sexo femenino entero se encuentra expuesto al escarnio social, mientras no se cultive su dignidad en las mismas condiciones que las del hombre: alejada de la libertad sexualidad. Y es que mientras puta se encuentra en el terreno del lenguaje soez, puto no busca señalar la promiscuidad, sino de otra manera encierra simbolismos profundamente homofóbicos, que por la poca relación con el tema planteado me encargare de exponer en otra ocasión.
No es digno de asombro que dicha palabra contiene tantos orígenes como razones, los cuales nos remontan al intercambio sexual remunerado; sino de absoluta incongruencia el hecho de dotarlo tras una completa negatividad que dificulta su pronunciación social. La palabra puta es una contracción del término prostituta, el cual proviene del latín prostituire, compuesta de pro y statuare que significan literalmente exhibir para la venta. Por otra parte, según el escritor Julio César Londoño, en su texto titulado «Historia de una mala palabra», menciona que dentro del diccionario etimológico latino-español de Commeleran, se encuentra el verbo latino puto, putas, putare, como procedente de la palabra griega budza, que significa sabiduría. De esta manera, en la antigua cultura griega se les llamaba a las mujeres que procedían de Mileto y que además de ser expertas en prestar servicios sexuales se distinguían por tener un amplio conocimiento en diferentes materias, es decir, eran las llamadas «mujeres sabias».
Esta distorsión en torno a la significación lingüística que insiste en ver una ofensa donde no la hay, no es más que el reflejo de una sociedad que se empeña en esclavizar la dignidad de una mujer en relación a lo que estas dejen o no de hacer con sus propios cuerpos.
Ser puta en esta sociedad es una ofensa, porque la prostituta es la mujer que mayormente desafía el sistema, rompe con los estereotipos considerados como sagrados en referencia a la castidad y el recato sexual que “debe” revestir el sexo femenino. De esta manera, utilizar o asumir la recepción de la palabra como una ofensa equivale a afirmar que no solo las prostitutas, sino todas aquellas que ejercen y se apropian de su sexualidad distintamente a los parámetros establecidos como “correctos” carecen de valor social; y como consecuencia se les despoja de todo lo que por esencia se les debería de respetar y garantizar.
Por tanto, quienes que se niegan a supeditar su sexualidad al modelo establecido, son innegablemente lanzadas al campo de la estigmatización como lo peor de la sociedad, mujeres malas, brujas malvadas, frívolas, despiadadas e insensibles.
Las mujeres hemos caído en el grave error de autoesclavizar nuestra sexualidad. Asumimos como ofensa la palabra, y a través del miedo a ser señaladas bajo el mismo término somos frecuentemente controladas. Nos enseñan a esforzarnos para ganarnos la insípida etiqueta de la mujer políticamente correcta, a destruirnos a nosotras y entre nosotras mismas para ser todo, menos lo que realmente queremos ser, sino las «damas correctas» que el sistema patriarcal espera. Ante ello quiero aclarar que no se trata de buscar eufemismos o expresiones políticamente aceptables que sean suaves para los oídos de la moral en el afán de suplantar dicho término. La solución estriba en resignificar conceptos, apartar el término prostituta de la estigmatización y la marginación, de verlo sin ambages como un término escueto, pertinente, inequívoco y tan digno como cualquier otro. Siendo por ende, la apropiación de la palabra “puta”, el único camino para rechazar cualquier tipo de violencia ejercida hacia nosotras con el pretexto de nuestra forma de vida.
Si algún día alguien decide llamarme puta con el ánimo de ofender, sepan ustedes que a mí la palabra prostituta no me asusta ni me sabe a injuria. Dentro de mi criterio no existe una razón suficientemente coherente para dotar al término prostituta de una connotación socialmente humillante. Ser prostituta no es, ni será una ofensa, constituye la manifestación de la libertad que cada mujer posee sobre el ejercicio de su propio cuerpo.
Hoy me atrevo a dejar esta conclusión: Si las mujeres de verdad desean ser libres, deben optar por renunciar a la moralina social, a esa que le incomoda pronunciar la palabra puta porque mide el valor de una mujer en parámetros de su vida sexual, a esa que invisibiliza la existencia de aquellas que solo porque sí, porque quieren y porque les place deciden ser putas al estar en el ejercicio pleno de su libertad. Renunciar a ello no constituye una opción, sino un camino imprescindible para llegar a la tan anhelada libertad. Porque putas o no putas todas somos sujetas de derechos, porque no es menos digna la mujer que tiene sexo por dinero a aquella que lo hace por amor o por simple placer. Posicionarnos a través de un “no soy más que la puta ni menos que la casta”, nos llevará a vernos no como enemigas, sino como hermanas, simplemente como mujeres con el mismo derecho a vivir diferente y ser dignamente iguales.